Delitos y delincuentes

ClintA principios de los años setenta hizo furor es España Morir de amor, una película francesa protagonizada por Annie Girardot basada en la vida de Gabrielle Russier, una profesora de secundaria que se había suicidado estando en la cárcel, donde cumplía condena por corrupción de menores. Gabrielle tenía 32 años cuando se enamoró de un alumno de 16, con el que tuvo un apasionado romance. Los padres del menor, que al principio toleraron la relación, denunciaron a la profesora y a su hijo lo internaron en un psiquiátrico. En julio de 1969 Gabrielle fue juzgada y condenada a doce meses de prisión y a pagar una multa de 500 francos. Apenas mes y medio después, se mató.

La persecución que sufrió Gabrielle en Francia es bastante parecida a la que soportan miles de personas en Estados Unidos, donde hay un registro público de delincuentes sexuales. Sólo en el de California hay más de 80.000 inscritos. En la web oficial del Departamento de Justicia se puede saber quiénes son y dónde viven 50.000 de ellos; la información sobre los otros 30.000, por la levedad del delito o porque han obtenido el certificado de rehabilitación, sólo es accesible para la policía. La existencia del registro la conocen todos los aficionados a las series de policías en las que proliferan los depravados, por lo que no voy a abundar demasiado en ello.

Aunque el registro es aplaudido por una mayoría de estadounidenses, otros muchos lo cuestionan. Las controversias no son tanto por la utilidad de saber que en la casa de al lado vive un violador como por las dudas sobre la naturaleza criminal de algunas conductas. Por ejemplo, en algunos estados hay leyes contra el estupro, la sodomía o las “conductas sexuales desviadas” como el contacto de los genitales de una persona con la boca o el ano de otra. No es sorprendente, pues, que en los registros haya simples sospechosos de pedofilia –no confundir con pederastia–, adolescentes que han mantenido relaciones sexuales consentidas o personas que han utilizado los servicios de prostitutas.

Los americanos, que creen poco en la reinserción y tienen un curioso concepto de la libertad, dicen que el objetivo es proteger a la población, a la que sin embargo no alertan cuando el vecino es un asesino múltiple, por decir algo. Salvando las distancias, difundir la identidad de los “delincuentes sexuales” es algo similar, me parece a mí, a lo que hacían los nazis obligando a los judíos a llevar la estrella de David. Las ‘marcas’ tienen más de infamia que de escarnio, es decir, su propósito es el de deshonrar a quienes cargan con ellas, como la Milady de Los tres mosqueteros, que llevaba grabada una flor de lis que la identificaba como adúltera; o –siguiendo con ejemplos literarios– Jean Valjean, el personaje de Los miserables, que debía mostrar el pasaporte de expresidiario por donde iba.

Aquí en España, durante el franquismo, los condenados que salían de la cárcel vestían una camisa morada con un cordón amarillo a modo de corbata, que era la manera de que todo el barrio supiera que entre los vecinos había un criminal. Lo de menos eran los delitos, en ocasiones tan peregrinos como los que mencioné más arriba de Estados Unidos: “Algo habrá hecho –decía–. A la cárcel no se va por nada”. El estigma, sea del tipo que sea, provoca rechazo, y en ocasiones cuesta sobrellevarlos. En Oviedo, una ciudad bastante dada a los baldones, es conocido el caso de un periodista y escritor de biografías, afincado desde hace años en Madrid, de quien se dice que es gafe. Pocos osan pronunciar su nombre, y si yo no lo hago no es por temor, sino por respeto.

Todo esto viene a cuento de que horas antes de escribir este artículo he pasado por la plaza de La Escandalera, donde me han pedido que firme un escrito conminando a dos ediles que dejaron Foro Asturias, el partido de Álvarez-Cascos, a que renuncien a las concejalías. Por si no sabía quiénes son, detrás de la mesa petitoria habían colocado un panel con el nombre y las fotografías de ambos. Por lo visto, llevan varios días haciéndolo, aunque creo que no servirá de nada. O quizá sí: la izquierda abertzale utilizaba tácticas similares contra los que no pensaban como ellos con resultados muy provechosos, aunque en ocasiones funestos; también en Estados Unidos algunos delincuentes sexuales fueron asesinados después de publicarse su identidad.

No digo yo que sea eso lo que pretenda Foro, ni mucho menos, al poner el punto de mira sobre los dos concejales tránsfugas, de quienes, por lo demás, desconozco su pedigrí y catadura moral. Pero, como los rumores –que son un claro ejemplo de la perversidad de los imbéciles–, los estigmas siembran dudas sobre la honestidad del estigmatizado, buscan su muerte civil. Lo que quiero decir es que no parecen formas, y que esto semeja bien una cacería salvaje no muy distinta de las que sufrieron los judíos, los gitanos o los asociales en la época nazi. Y las formas, sobre todo cuando se pierden, suelen revelar mucho del fondo de las cosas. [Por cierto, la cacería salvaje es uno de los mitos del folclore europeo. Se trata de un grupo fantasmal que galopa desenfrenadamente por el cielo: los cazadores son muertos y siempre es presagio de catástrofes].

(Publicado en Astures.info el 16/12/2013)

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Acerca de José Ramón Patterson

Soy periodista desde los 20 años. En aquella época aún tenía sueños profesionales. Perdí la ilusión, pero me quedan la curiosidad, el oficio y bastante mala leche. Vivo y trabajo en Asturias.
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