En 1993 el gobierno asturiano estaba obsesionado con captar inversiones para aliviar el imparable declive de la región. Con las principales industrias sumidas en procesos de reconversión (astilleros, siderurgia, minería), el panorama era desolador y el futuro nada halagüeño. Pedro de Silva había logrado atraer a Du Pont y a ThyssenKrupp y el ejecutivo de Juan Luis Rodríguez-Vigil no quería ser menos.
El contexto explica el alborozo con el que se anunció la multimillonaria inversión en una petroquímica que, a la postre, sólo era un fraude que no alcanzó mayores proporciones porque se descubrió a tiempo. Aparte del ridículo que supuso, la única consecuencia de aquella astracanada fue la caída del presidente del Principado, el ya mencionado Rodríguez-Vigil, y su sustitución por Antonio Trevín.
La primera noticia de la supuesta inversión la dio TVE en el informativo territorial de las dos. La ‘filtración’ obligó casi de inmediato a que el gobierno convocase una rueda de prensa a primera hora de la tarde, a la que yo acudí como redactor de RNE. Conservo la grabación de aquella surrealista rueda de prensa, en la que apenas se dieron detalles y abundaron las respuestas delirantes.
Recuerdo que un colega muy versado en cuestiones económicas y empresariales preguntó si el socio industrial era alguna de ‘las siete hermanas’ – como son conocidas las siete mayores empresas de la industria petrolera -, y la respuesta del entonces presidente del Principado fue que, comparadas con el supuesto promotor de la inversión, ‘las siete hermanas’ parecían simplemente ‘primas’.
Yo mismo pregunté por el capital social de la nueva empresa. Y para mi estupefacción, la respuesta fue que nacía con un capital de 366.000 millones de pesetas, una cantidad que coincidía exactamente con el monto total de la inversión. Casi con seguridad, no habían en aquel momento ninguna empresa en España, salvo algún banco, cuyo capital llegase a esa cuantía.
A veces me he preguntado si el desenfado y la jocosidad con la que se desarrolló la rueda de prensa se debieron a la euforia por el ‘acuerdo’ o al alcohol trasegado durante la comida previa en la que se cerró el trato. El caso es que apenas se dieron detalles del proyecto, aparte de que la planta se instalaría en Carreño y que era similar a otra promovida por el mismo grupo que se acababa de inaugurar en Texas.
Mi escepticismo debió de ser tan obvio que el responsable de prensa de Presidencia, un colega con el que hasta entonces mantenía una buena relación, me llegó a recriminar que no creyese a pies juntillas y de manera ciega lo que estaban contando. Aquello, le dije, parecía más una broma de cuatro borrachos que una presentación que, a mi juicio, para ser creíble exigía mucha más solemnidad.
A la salida trasladé mis dudas a un compañero del diario El Comercio, Chema Fernández Allongo, quien tiempo después me reconoció que fue mi desconfianza la que lo puso sobre la pista del fiasco. Aquel recelo me llevó a llamar aquella misma tarde a la embajada de EEUU en Madrid para recabar datos sobre la planta de Texas y completar una noticia que parecía bastante coja.
Para mi sorpresa, un responsable de la oficina comercial de la legación estadounidense me aseguró que era incierto que se hubiese inaugurado planta alguna en Texas en los meses anteriores. Con esa información y la sospecha incipiente de que allí había algo raro, trasladé mis suspicacias a los responsables del turno de tarde en los servicios informativos de Madrid, que decidieron pasar del asunto.
Pero, entretanto, había ocurrido algo. Movido por la falta de fe en el anuncio de algunos periodistas, Rodríguez-Vigil había vuelto a convocar a los medios de comunicación, aunque esta vez a mayor nivel y en sus aposentos privados de la sede de la Presidencia del Principado, que había habilitado como vivienda. Obviamente, yo no estuve entre los asistentes y de aquella convocatoria me enteré después.
A media tarde, tras haber sido abroncado por mi superiora inmediata por no haber dado a la ‘noticia’ la relevancia que merecía, me llamó a su despacho el director territorial de RNE para enseñarme varios documentos que el gobierno habían facilitado confidencialmente a los convocados y que – aseguraba el ejecutivo – confirmaban que todo estaba en orden. Pude echarles un vistazo, pero no examinarlos.
Ni que decir tiene que los papeles eran falsos, como se comprobó apenas unos días después, y que yo nunca llegué a escribir una sola línea de aquel tema. Es más, desde la Presidencia se llegó a pedir mi cabeza. Para ‘arreglar’ mi aparente falta de diligencia, Rodríguez-Vigil fue entrevistado en directo al mañana siguiente en el programa nacional de RNE, cuando ya El Comercio empezaba a desmontar el engaño.
De aquel affaire me queda cierta renuencia a creer a los políticos y un regusto amargo porque no pude hacer mi trabajo. Pero también la satisfacción de que antes de que se destapase completamente el fraude, el director territorial de RNE volvió a llamarme a su despacho para, en un ejercicio de humildad que agradecí, reconocer la equivocación. «Al final – me dijo -, vas a tener razón».