De las cosas que me gustan, una de las que mayor placer me da –de las otras no suelo escribir– es deambular por la ciudad, caminar sin dirección observando lo que pasa. No hablo de tomarle el pulso a la calle, algo que además de pretencioso requiere un esfuerzo intelectual excesivo, sino de pasear sin otro fin que la mera distracción, incluso sin objetivo ninguno. Bastante gente lo considera perder el tiempo, pero me da igual. A la postre, también hay quien piensa que no es provechoso ir al cine a ver La vida de Adèle o escuchar un concierto tan extraordinario como el que este sábado dieron en Oviedo la Amsterdam Sinfonietta y el barítono norteamericano Thomas Hampson; y también me da igual. Hay cosas peores, como flagelarte con las diatribas dominicales del vate cacereño José Luis García Martín, por ejemplo. Hace años, cuando era aprendiz de periodista, yo me mortificaba con los artículos de Tomás Montero y Lorenzo Cordero en La Voz de Asturias y doy fe de que, aparte de cierta pesadumbre y algunas molestias momentáneas, no tiene efectos a largo plazo.
Muchas veces esos paseos me llevan al barrio viejo de Oviedo, que por aquí llaman El Antiguo, aunque viene a ser lo mismo. En ocasiones, aprovechando que es gratis, suelo entrar al Museo de Bellas Artes de Asturias, probablemente el mejor equipamiento cultural del Principado a pesar de que todos los gobernantes le dieron la espalda, quizá porque no fue obra suya, como los engendros del Niemeyer o LABoral, sino, sobre todo, producto del empecinamiento personal de otros, en este caso Emilio Marcos y Toto Castañón. Pero, ¡qué se puede esperar de los políticos si hasta tuvimos una consejera de Cultura que se enteró de lo que era un castro el día que tuvo que ir a uno! Allí, en el museo, suelo pararme frente al retrato de Jovellanos que pintó Goya en 1782, el primero que hizo el aragonés de Jovino. Otras veces visito la sala donde se expone uno de los tres apostolados de El Greco que se conservan completos, considerado, además, el prototipo de los otros dos.
Antes, cuando me trasladé a Oviedo, también solía rondar el Museo Arqueológico, en la calle San Vicente, para ver, entre otras cosas, el mosaico hallado en 1921 en la villa romana de Vega del Ciego, en Lena, cuya originalidad está en que su esquema decorativo, filas de rectángulos encuadrados por un sogueado, es infrecuente en los mosaicos hispanos del Bajo Imperio. Entonces dirigía el museo una mujer que lo cuidaba como si fuese su casa: enceraba el suelo ella misma y hasta te obligaba a caminar con bayetas en los pies. Desde que lo reformaron para ampliarlo sólo he ido un par de veces, más que nada porque enfrente, a escasos cinco metros, está la Cocina Económica y me desazona ver las colas que se forman allí para comer, cada vez más pronto y cada día más largas. La mayoría ahora son personas como usted y yo, es decir, gente ‘normal’ a la que la falta de trabajo, sueldos miserables y pensiones de mierda arrastran a la marginalidad.
Donde suelo recalar bastante a menudo es en la Catedral, que además de valor artístico e histórico lo tiene para mí sentimental porque en ese lugar, en la conocida como Capilla del Rey Casto, me casé hace más de treinta años. Casarme por la iglesia y en la Catedral, a pesar de ser yo un descreído, fue una cesión a la contraparte, que, por lo demás, hice gustosamente; además, en aquella época había que apostatar, y eso sí que era un lío. No obstante, como todo tiene un límite, cuando el cura preguntó cómo queríamos la ceremonia, respondí raudo: “Corta”. Duró poco más de diez minutos. Como ya dije, me gustan las cosas pequeñas, cuanto más pequeñas o cortas mejor. Así, prefiero escuchar reiteradamente el Oblivion de Piazzolla o el Adagio for Strings de Barber que las cuatro horas y media de la ópera Tristán e Isolda. Cuando una vez le preguntaron al periodista y ensayista Eduardo Haro Tecglen por qué no escribía una novela, contestó: “Demasiado larga”, una respuesta que suscribo.
A partir de abril será difícil que vuelva a vagar por la catedral. El cabildo está planteándose la posibilidad de cobrar la entrada, una decisión que, al parecer, ven bien los hosteleros y los guías turísticos. Los primeros porque quizá prevean que, entre pagar siete euros por acceder al templo o tomar el vermú en alguno de los bares de la zona, los viajeros optarán por esto último, y los guías porque, en un reparto equitativo del negocio, son los únicos que lo hacen ahora, y ya se sabe que mal de muchos consuelo de tontos. Sé que en otras catedrales se cobra, pero me pregunto qué diría de ello Jesús, de quien se cuenta que, enojado y a golpe de látigo, echó del templo de Jerusalén a los cambistas y a los vendedores de palomas. “Quitad esto de aquí. No hagáis de la casa de mi padre un mercado”, les dijo, según el Evangelio de Juan.
Que la mayor empresa inmobiliaria española cobre por acceder a sus propiedades para financiarse parece un sarcasmo. Por lo visto, las millonarias transferencias del Estado y los donativos de las misas dominicales y fiestas de guardar no dan ni para sufragar los gastos corrientes del entramado eclesiástico, y eso que no pagan el IBI. Teniendo en cuenta que Cáritas se sostiene mayormente con aportaciones públicas y privadas y que mantener el patrimonio histórico y cultural es cosa de las Administraciones, ¿en qué gastan el dinero? Si por mi fuese, obligaría a la Iglesia a reducir sus activos inmobiliarios, a desinvertir, como dicen que pretendió hacer Juan Pablo I trasladando la sede papal del Vaticano al modesto templo de Santa María, en el Trastevere. En su caso, ya sabemos cómo acabó. Yo, a riesgo de condenarme eternamente, entre pagar por volver a ver lo que ya conozco y el piscolabis matinal, escojo la bebida. ¡Salud!