No conocía la vis cómica de la alcaldesa de Gijón. La verdad es que de Carmen Moriyón sé bien poco, y cuando fue elegida sabía aún menos, aparte de que era un oncóloga apreciada por sus pacientes y que acabó en la alcaldía a regañadientes porque, al parecer, era quien menos confiaba en que su partido, Foro Asturias, pudiera ganar las municipales del 2011. Así que, remedando el título de una conocida película, podríamos decir que es “alcaldesa por sorpresa”. Pero volviendo al principio, como decía, más allá de saber que la ciudad está ahora manga por hombro y que posiblemente sea en parte culpa suya, me ha sorprendido su capacidad para relativizar los problemas e incluso reírse de ellos, lo que en bastantes casos es una manera de objetivarlos para encontrar la solución más adecuada.
Prueba de esa supuesta capacidad cómica suya sería, es un suponer, la sugerencia que hizo la semana pasada a los más de 200 trabajadores de Tenneco despedidos hace unos días para que se encomienden a la Santina, o sea la Virgen de Covadonga. Mucha gente me ha asegurado que en absoluto lo dijo como un chascarrillo, pero por ser benévolo quiero creer, sin embargo, que lo más probable es que su humor sea tan sutil y fino que cuesta captarlo a la primera. La otra alternativa, que lo hubiese dicho realmente en serio, sería inquietante, sobre todo porque me resulta inconcebible imaginarla en el quirófano aconsejando a los pacientes que va a operar que se pongan en manos de la Virgen. Para salir corriendo, vamos.
Como yo, también los empleados de Tenneco han preferido, por lo visto, tomarlo a coña y pasar del asunto sin hacer sangre. Era eso o asumir resignadamente, como dio a entender la alcaldesa, que los políticos han vuelto a fracasar frente a la omnipotencia de las multinacionales, una cualidad, la de poderlo todo, que según los católicos sólo tiene Dios, de ahí, quizá, la insinuación de Moriyón de que no hay nada que hacer, salvo rezar y peregrinar a Covadonga. Lo que nadie me ha aclarado es si también les mencionó o no la conveniencia de subir de rodillas las escaleras que llevan a la gruta desde la laguna donde está la fuente milagrosa de la que, según dicen, si bebes alcanzas la felicidad conyugal.
Nunca he creído en los milagros y hace mucho que tampoco creo en divinidades. Si existiesen supongo que me habrían echado una mano cuando lo necesité. Y a la iglesia he vuelto sólo en contadas ocasiones desde que, siendo adolescente, me echó de ella el párroco un día que me pilló leyendo el periódico. “Ése que está en el último banco, o viene adelante o se va a la calle”, dijo. Y, claro, me fui a la calle: él tenía razón y yo no pintaba nada allí. Además de otros desencuentros que no vienen al caso, en mi desapego hacia todo lo que huela a incienso tiene bastante que ver, por ejemplo, el descubrimiento de que los Legionarios de Cristo, la orden religiosa del seminario donde uno de mis hermanos pasó dos años, encubría en realidad, con la complicidad del papa Juan Pablo II, la mayor red mundial de pederastia que ha habido jamás.
Por otro lado, estoy convencido de que a juicio de la iglesia católica, apostólica y romana soy un pecador irreductible, lo que lejos de acongojarme me estimula a seguir pecando sin el menor propósito de enmienda o contricción. No en vano, como dice la canción, todo lo que me gusta es ilegal, inmoral o engorda. De hecho, si hago caso al cuestionario del buen cristiano del párroco alicantino de Beniarrés, resulta que a lo largo de mi vida he infringido innumerables veces, y sigo haciéndolo, la mayoría de los mandamientos de le ley de Dios: blasfemo, trabajo los días de fiesta, me cago en mis jefes, defiendo el aborto frente a la ley Gallardón, soy un firme partidario del divorcio, escucho medios de comunicación que fomentan el mal, miro con concupiscencia a mi pareja y en ocasiones a la del prójimo, de vez en cuando juego a la Primitiva, me masturbé cuando era adolescente y envidio cosas de los demás. Vamos, que entre pecados veniales y mortales lo mío no tiene arreglo.
A pesar de todo, me resulta enternecedora la fe de la alcaldesa de Gijón en la naturaleza milagrosa de la Santina, aunque todos sepamos que no tuvo nada que ver con la victoria de Pelayo en la batalla de Covadonga. “Tanto los creyentes como los no creyentes acaban yendo allí”, ha dicho, lo que me recuerda la historia de aquel judío que, día tras día, llevaba años orando y pidiendo ante el Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén, y cuando le preguntaron si alguna vez había tenido respuesta a sus plegarias, contestó lacónicamente: “Como si le hablase a una pared”. Como lo del persistente judío, aparte de conmovedor también es para descojonarse que Carmen Moriyón lo fíe todo a la providencia divina. Si no fuese, claro, porque lo ocurrido con Tenneco es una tragedia de proporciones bíblicas. O sea, para llorar.