Me fascina la actriz Julianna Margulies. Me gusta desde los primeros capítulos de la serie Urgencias, donde interpretaba a una enfermera, Carol Hathaway, enamorada hasta las trancas de George Clooney. No es extraño, pues, que ahora sea un fiel seguidor de The Good Wife, lo que los americanos llaman un drama legal, otra serie en la que da vida a una abogada, Alicia Florrick, que vuelve a ejercer cuando su marido tiene que dimitir como fiscal del Estado por sospechas de corrupción y acostarse con putas, que no sé por qué son cosas que suelen ir de la mano. Como no hay mal que por bien no venga, el fiscal de marras es elegido de nuevo unas cuantas temporadas más tarde, e incluso llega a gobernador, pero ésa es otra historia.
El bufete donde trabaja Alicia se parece más a una empresa al uso, con unos accionistas permanentemente preocupados por el rendimiento económico, que a un despacho de abogados como los españoles. En uno de los últimos capítulos, un grupo de empleadas se planta y exige algunas mejoras salariales y sociales; no son unas peticiones exageradas, sino mayormente menudencias a las que, por otro lado, tienen legalmente derecho. Uno de los socios, un tipo aborrecible, quiere despedirlas a todas por insubordinación, pero Alicia, que acaba de ser nombrada socia, sugiere que renuncien a los bonus trimestrales para atender la reclamación. A su detestable colega le parece una mala idea y responde airado que pague ella el aumento con sus beneficios.
No recuerdo cómo resuelven la situación ni tampoco viene al caso. Si traigo el sketch a colación es porque cada vez conozco a más tipejos parecidos, y lo peor es que, desgraciadamente, también aquí, en Europa y en España, estamos tan indefensos frente a ellos como en Estados Unidos. Basta mirar alrededor para comprobarlo. Suzuki, General Dynamics, Duro Felguera o Tenneco son algunos ejemplos que, sin salir de Asturias, demuestran las desafortunadas consecuencias de un sistema económico en el que la ambición desmedida de unos pocos – por ser benevolentes, llamémoslos “empresarios” – puede truncar vidas y carreras profesionales sin que nadie pague por ello. Básicamente, en eso consiste el capitalismo deshumanizado que quieren imponernos.
La paradoja de la globalización, lo absurdo de la supresión de las barreras económicas, es que ha tenido unos efectos muy diferentes y opuestos a la equidad que aparentemente se pretendía; algo así, para que me entiendan, como lo que ha pasado con la liberalización del mercado energético, que iba a abaratar la luz y lo que ha conseguido es subirla hasta convertirla en un bien de lujo. Asistimos al desmoronamiento del estado de bienestar, que costo mucho alcanzar, y nadie sabe como evitarlo o, al menos, aminorar su caída en barrena. La clase media modesta, esa que hasta ahora no tenía dificultades para pagar el piso y el coche e incluso las vacaciones, está cada vez más empobrecida y las desigualdades son cada vez mayores.
De lo que ocurre tiene bastante culpa una Unión Europea cada vez más alejada de los ciudadanos, de ahí que no sea extraño que aumenten exponencialmente los euroescépticos. Lo tienen claro los habitantes de los países escandinavos, Finlandia y Suecia especialmente, que desde su incorporación a la UE han sufrido una notable regresión, sobre todo en aquellas cuestiones sociales por las que fueron la envidia del sur. Noruega, que rechazó incorporarse a la Unión en dos ocasiones (1972 y 1994), tiene una economía próspera y rica, en buena medida gracias al petróleo, pero – y a esto iba – no es el elevado nivel de vida de sus habitantes lo que anhelan sus vecinos nórdicos, sino el estado de bienestar que también tenían ellos y sus bajos niveles de desigualdad, corrupción y delincuencia.
Leyendo las novelas de Henning Mankel sobre su alter ego Kurt Wallander se comprenden, por ejemplo, los funestos cambios que ha sufrido Suecia, aunque, con todo, la situación de los suecos no se parece ni por asomo a la de los españoles. A los efectos indeseados que ha tenido en muchos países europeos la integración económica, que ha favorecido, entre otras cosas, la deslocalización de empresas, se han añadido en nuestro país los de una crisis galopante, la ineptitud de los políticos para afrontarla y una serie de reformas laborales que, en aras a favorecer la implantación de nuevas industrias, han contribuido a tender puentes de plata a las que pretenden disponer de mano de obra aún más barata en otras zonas del planeta. Así, ya no es necesaria – como hasta 2012 – la autorización administrativa para hacer un despido colectivo, lo que en el caso de Tenneco ata de pies y manos al Principado.
Lo de Tenneco es una vileza sin paliativos. Sin ningún miramiento ni razones aparentes que lo justifiquen – la empresa no ha dado ninguna -, ha decidido cerrar la planta de Gijón y mandar a la puta calle a más de 200 trabajadores, a los que incluso envió el dinero de la indemnización antes que el finiquito. Además del Principado, tampoco el Gobierno y la Unión Europea pueden, al parecer, hacer mucho más que “presionar políticamente”, o eso dicen. El vicepresidente de la compañía, un británico llamado Mike Charlton, lo sabe y, con una actitud claramente despreciativa, ya ni se pone al teléfono. Le da igual lo que digan: como el abominable abogado de The Good Wife, de lo que se trata es de mantener sus ingresos y los de sus socios y no va a ceder.
Estamos indefensos, ya lo decía más arriba, pero pienso que nuestro desamparo no justifica nuestra quietud, ya sea ante cosas como ésta o abyecciones como la ley Gallardón. Y aunque no es un consuelo, a mí nadie va a quitarme el derecho a llamar hijoputas a toda esta caterva de indeseables.
(Publicado en Astures.info el 1/01/2014)
Si, todo el mundo tiene la culpa menos el PSOE. Que lleva gobernando en Asturias casi toda la democracia. Todos son culpables menos ellos. Tupendo.
Alvarín, si te molestas en leer mis artículos anteriores verás cuál es mi opinión al respecto, que no tiene nada que ver con lo que sugieres.