No soy mitómano, nunca lo he sido. Sentir una atracción exagerada por alguien, ya sea un líder religioso o una estrella del rock, siempre me ha parecido malsano. Encomendarte a una única persona exige una fe ciega, o sea prescindir de tu propio juicio, y como ya he dicho alguna vez soy más de virtudes prusianas que católicas y tiendo a creer sólo lo que percibo por los sentidos. Al fin y al cabo, un mito es alguien o algo a los que se atribuyen unas cualidades fabulosas que no tienen. No obstante, nada de lo que digo quita para que sienta admiración por bastante gente, aunque no tanto por su naturaleza extraordinaria como porque sean sujetos decentes, que hacen lo que deben hacer. Vamos, de los que echan el cartón y el vidrio en los cubos adecuados.
Personas, para que me entiendan, como Atticus Finch, el protagonista de la novela Matar a un ruiseñor, de la escritora norteamericana Harper Lee, que encarnó en el cine Gregory Peck. El año que se publicó la obra, 1960, fue el de la elección como presidente de Estados Unidos de John F. Kennedy, de cuyo asesinato se ha cumplido estos días medio siglo. De haber muerto de otra manera es probable que Kennedy no hubiera pasado a la historia (¿quién conoce a la mayoría de los treinta y cuatro presidentes que lo precedieron?); tampoco Obama, supongo, si no fuese porque ha sido el primer negro de la Casa Blanca. Atticus lo ha hecho como modelo de integridad –gracias principalmente a la película–, porque defiende lo que cree justo aunque le acarree problemas.
Soy un ingenuo, pero siempre he pensado que los Atticus eran legión y que buena parte de ellos, si no la mayoría, militaban en organizaciones políticas y sindicales de izquierdas, ésas que una vez liquidado el franquismo iban a construir una sociedad más justa e igualitaria. Con el paso del tiempo se han moderado mis creencias, pero también mis expectativas. Es cierto que, con claroscuros, han cambiado muchas cosas desde que el PSOE ganó las elecciones de 1982, pero también es obvio que, una vez trincado el poder, la izquierda y la derecha se comportan igual. La trama Gürtell y el caso de los ERE en Andalucía lo demuestran. Si cabe, la única diferencia es que la izquierda apaña lo que antes tenía vedado y la derecha aún piensa que la finca es suya y puede disponer de ella a su antojo.
La verdad es que de la derecha y los empresarios –ambos persiguen lo mismo– nunca esperé gestos filantrópicos, más bien comportamientos depredadores. Alguna vez he contado que cuando desempeñaba un cargo directivo me convidaron a comer los promotores de un centro comercial que se estaba construyendo cerca de Avilés. Durante el almuerzo, uno de los comensales no paraba de ensalzar al impulsor del proyecto, el empresario Manuel Álvarez Lloriana, conocido también como Manolo el Atacau porque –lo decía mi padre– estaba atacau de perres. Como aquel tipo insistía en que Lloriana sólo quería “devolver a Avilés lo que Avilés le dio”, el propio Manolo se vio obligado a puntualizar: “Sí, sí, le debo mucho a Avilés, pero hacemos esto para ganar dinero, eh”. Pues eso.
De la derecha, ya digo, nunca esperé nada, si acaso que nos jodiese un poco más la vida a los asalariados para que los ‘suyos’ tuviesen mayores beneficios, como así ha sido. Pero de la izquierda, quizá porque son los ‘míos’ –“ser pobre y de derechas es del género tonto”, decía un tío de mi mujer– esperaba algo más, aunque tampoco mucho. Como los nosotros de Benedetti, me conformo con poco: “Ustedes cuando aman / exigen bienestar / una cama de cedro / y un colchón especial, / nosotros cuando amamos / es fácil de arreglar / con sábanas qué bueno / sin sábanas da igual”. Sin embargo, más allá de la generalizada desafección hacia la clase política debido a la situación económica, lo cierto es que los ustedes y los nosotros se han igualado en lo peor. En Asturias también tenemos ejemplos de felonías, como el caso Marea, las injustificables dietas que cobraban los diputados o lo que está pasando en Cudillero, por no hablar, claro, de la persecución sindical que sufre el periodista Xuan Cándano, una abyección en toda regla.
El problema es que la gente como Atticus, personas de una pieza, no abunda en algunos estamentos de nuestra sociedad, en los partidos políticos, los sindicatos o el empresariado. O, mejor dicho, no hay tantos como debieran. De hecho, parece que la mayoría han sido fulminados por una de esas bombas que acaban con todo rastro de vida pero dejan intactas las cosas materiales. Quizá porque por España pasó de largo la reforma calvinista, nos empieza a parecer excepcional lo que debería ser común y ensalzamos conductas que no tienen nada de asombrosas, salvo porque cada vez son más insólitas en una sociedad que ha perdido la normalidad moral. Los intachables cotizan hoy a la baja: al que no roba pudiendo hacerlo lo llamamos tonto y al chorizo que se va de balde avispado.
Como además de ingenuo debo de ser tonto –cuando compro algo exijo un buen servicio posventa–, yo, sinceramente, tenía cierta esperanza en que Javier Fernández fuese uno de los muchos Atticus Finch que, soñaba, poblaban la izquierda. Las referencias eran inmejorables. En mi ensoñación no di crédito a aquel sociólogo que salió escaldado de uno de los gobiernos de Tini Areces cuando dijo que el problema del PSOE al preparar el recambio para la presidencia del Principado era que había un presidente que se resistía a irse y un posible sustituto con pereza de serlo. El final de la historia es bien conocido: como decía Pepe Iglesias el Zorro, aquel popular radiofonista de la SER en los años sesenta, “y del pobre Fernández nunca más se supo”.
(Publicado en Astures.info el 2/12/2013)